Pequeños Misántropos
Entré en la cafetería después de una joven pareja. Me encantaba el olor a pan tostado y café caliente. Nadie pareció advertir mi presencia. Perfecto. No me apetecía tener que soportar sus narcotizadas miradas escrutándome, así que me acerqué a una mesa situada en un rincón oscuro y me senté a descansar. Mi posición no me permitía ver todo el establecimiento, pero pude comprobar que había un grupo de estudiantes y una anciana, además de la pareja que había entrado antes de mí.
Los estudiantes no dejaban de armar alboroto y de llenar el aire con una sucesión interminable de absurdas risotadas, el peor tipo de contaminación acústica, que denotaban su extrema necesidad de establecer conexiones neuronales entre el cerebro y la laringe.
La pareja de jóvenes se abrazaba y besaba en una mesa, disfrutando del amor, un bonito eufemismo para designar una atracción cuya fecha de caducidad no quedaba muy lejos, y pensando, sin duda, en perpetrar la especie con más criaturas que pudieran dar sentido a la palabra patético.
La anciana tenía el aspecto de un cadáver en descomposición que trata de ocultar la realidad bajo una capa de maquillaje barato. Regularmente levantaba una taza con gesto distinguido y bebía pequeños sorbos al tiempo que cerraba los ojos, queriendo autoconvencerse de su belleza atemporal y de sus modales de alta cuna, en una pantomima digna de su inexistente público. Lanzaba miradas de reproche a los jovenes sin ser consciente de que su propia existencia constituía un atentado contra la naturaleza, por obcecarse en esperar a ver los créditos de su vida mientras todos aguardaban a que saliera del cine de una maldita vez.
Observaba la escena tan absorto que no me di cuenta de que el camarero se acercaba hacía mí y... ¡plaf!
-¡Roberto, ve a comprar más Cucal que tenemos cucarachas!