Sentado en el sillón de orejas añoro el sabor de los momentos pasados, contemplando el chisporroteo de unas cuantas ascuas en la chimenea mientras balanceo mi añeja copa de cognac.
No me pregunto cómo he llegado hasta aquí, sino más bien cómo nadie llega tan lejos si no es para seguir, y me limito a fantasear con el devenir del tiempo, deslizándose sinuosamente cual champaña por garganta, arrastrando tras de si el manto de la vida y destapando ligeramente la muerte, como quien despabila un gatito aletargado.
El sonido del viento ululando dulcemente tras los nogales del exterior es lo único capaz de ser asimilado por mi sistema auditivo, en detrimento del ya extinto fuego.
Y entonces, allí está. Una chispa. Un instinto. Algo. El recuerdo que hay detrás de la novedad enmascarada.
Y pienso en huir, y pienso en levantar y echar a correr, en retroceder el tiempo y enmendar mis errores.
Y rezo a todos los dioses, me rebelo contra la humanidad y la naturaleza establecida, lo cambio todo con la mente.
Y vuelvo a pensar, por último, en lo bien que lo he hecho todo, mi obra final, mi único acto perfecto está a punto de concluirse y no podré ser espectador de su celebración.
Cesa el latir del viento, la melodía de los árboles, y, entonces, es entonces cuando la sangre fluye resbalando por la carne, expropiando su hogar a cambio de libertad fingida.
El fuego se desvanece y, por fin, puedo conciliar el añorado sueño reparador.