Oigo voces en mi cabeza, pero las callo y medito. Las vuelvo a acrecer, y pienso que no están tan mal, que quizás debería hacerles caso. Luego llego a la conclusión de que hacerles caso no me llevará a nada bueno, que si lo hiciera ya lo sabría, ya se sabría, sería de conocimiento popular. Pero no lo es. Deceso y presupongo durante un tiempo cómo volver a entrar, pero no puedo.
Quizás no debía haber salido. Quizás debí resistirme a que me echaran. Quizás, quizás, quizás y más quizás.
Quizás debería quizarme. Si, eso sería buena idea.
Lavo mi cara e intento estabilizarme, que al menos me dure unos minutos más que la última vez, que quizás no estaría tan mal, que quizás estaría bien. Que quizás, quizás, quizás.
Y me vuelvo a perder en un mar de quizás.
Rezo por que el tiburón quizás aparezca en el mar quizás y de una destellada acabe sangrientamente con todos los peces quizás.
Y, que quizás, caiga un rayo.
Sin duda, quizás sería lo mejor.
Y, súbitamente, ruido por doquier para acrecentar la percepción sensorial que me envuelve y de la que me desentiendo.
No más quizás.
No más nada.
Partidas de backgammon.
Y, quizás, una victoria que envuelva una derrota.