Soplo, entro en la habitación y cuelgo.
La gabardina en la percha, la billetera en la cómoda y el cinturón en el armario.
Todo tal y como lo deje antes de irme.
Me restablezco, abro la ventana, la cierro.
La vuelvo a abrir y medito unos segundos.
Vuelvo a cerrarla y decido que la ventilación no es el problema que más me preocupa.
Muevo el colchón, corro el sillón, desenchufo la tele y golpeo la pared.
Cojo el paraguas y salgo.
Bajo las escaleras, doblo la esquina, atravieso el pasillo y desdoblo el pañuelo.
Abro la puerta, la cierro.
La puerta no termina de cerrarse, la golpeo y me alejo.
Entro al estanco, miro los periódicos, leo los titulares, curioseo los dominicales y no compro nada.
Vuelvo a salir, pienso en reentrar y prosigo mi camino.
Me maravillo del cielo, oigo silbar a los pájaros y al sol resplandecer.
No me gusta.
Nada.
Le prendo fuego a todo.
Interludio.
Silencio.