Permítanme que me presente: soy el escritor. El hombre que en este pequeño mundo, indefenso y servil, es Dios. El que con sólo una frase puede cambiar el rumbo de los acontecimientos y con una palabra puede matar o dar la vida. En el caso de que quisiera hacer crecer la vegetación, solamente tendría que escribir un par de líneas al respecto. Si quisiera destruirla, narraría un incendio. Y así creo al hombre y lo manejo y lo destruyo a mi antojo, como una deidad suprema que no se cansa de ver deambular a sus hijos por el mundo, preguntándose qué o quién hace posible que vivan mientras sus acciones son manipuladas sin remedio.
En el principio fue el Verbo; sin duda alguna. No me cuesta nada imaginar a Dios como un gran escritor que trabaja en su último proyecto. No es la música ni el amor ni la magia la que crea al hombre; es la palabra. La palabra es la que designa la cosa y la que por tanto le otorga existencia. Por la palabra creamos a Dios y nos creamos a nosotros mismos, y aún nos preguntamos quién nos ha creado.
Por eso cuando pongo mis manos a la pluma o al teclado no puedo evitar sentir en mí esa sensación de poder que solamente les embriaga a los dioses, a los que son capaces de dar la vida y, con ello, de quitarla. Mi poder es indiscutible e ineluctable. Porque ningún personaje puede hacer frente a su escritor.
Sí, señores, soy el escritor. Soy el Alfa y el Omega, el primero y el último, el principio y el fin. Pero para que lo que escriba cobre vida, tienen ustedes que leer, ¿Verdad?
Prólogo levemente modificado de "Me llamo Steven Dwain", de Mario Herrero.