Notaba los latidos de mi corazón en la planta de los pies. Los zapatos de tacón me provocaban un dolor insufrible, algo aliviado con el alcohol que me nublaba la mente. Cada paso que daba era un desafío, que hizo que terminara casi sin separar los pies del suelo, haciendo que el tacón rozara con el asfalto provocando un sonido feo pero familiar (todas las mujeres de niñas hacemos lo mismo, ¿no? Nos probamos los zapatos de nuestras madres, que nos vienen enormes, y los arrastramos por la casa provocando ese ruido molesto).
Esa noche hacía calor. Mucho calor. Yo andaba apresurada, con lágrimas en los ojos… pero no de pena, ¿eh? Sino de rabia. Sí. Sentía rabia.
Philipe siempre fue un estúpido. Un idiota, un idiota idealista. Pero lo había amado, por lo tanto me había hecho feliz, por lo tanto no podía guardarle (mucho) rencor.
Lo que pasaba es que terminó por sacarme de quicio. Por cansarme. Por ponerme de los nervios cuando me preguntaba: “¿Crees que mañana lloverá?” ¡Me importaba una mierda si mañana llovía!; “¿Quieres que la semana que viene vayamos al cine a ver X película?” ¡La semana que viene quizás esté muerta, así que me da exactamente igual!; “¿Y si esta noche te llevo a un restaurante caro a cenar?”… Vamos a ver, Philipe, esas cosas no se preguntan, se hacen.
Yo no era idealista, era realista. Tan realista, que terminé por dejar de mirar al futuro, ni al lejano, ni al próximo. Viva la improvisación. En eso consiste vivir.
Y esa noche, esa maldita noche, Philipe había hecho la peor cosa que podía haber hecho con alguien como yo: hablar de una posible vida juntos, con hijos, trabajo fijo, casa para más de dos… Y es que Philipe no sabía ni la mitad de lo que yo hacía cuando no estaba con él.
¿Qué sería entonces de mis desapariciones poco frecuentes pero eficaces? ¿De mis viajes en caravana yo sola todos los veranos? ¿De mi despreocupación a la hora de ganarme la vida de una forma u otra? ¿De mi grupo de teatro? ¿De mis tardes tocando la armónica en el metro?
Pensarlo hacía que me dieran ganas de vomitar. Opté por quitarme los zapatos y llevarlos en la mano. Iba despacio, fumando un cigarro de los que mejor sientan, llorando por puro placer.
Unas pisadas rápidas hicieron que me alarmara. Deseé que no fuera él. Pero, en efecto, lo era.
- ¡Emmanuelle! ¡Emmanuelle! –gritaba la preciosa voz rasgada de Philipe, aquella con la que me había enamorado.
Yo me giré. Sonreí (sonrisa nostálgica). Philipe venía corriendo, con sus pantalones pitillo remarcando su esquelética y alargada figura, la mitad de los botones de la camisa desabrochados, un zapato de cada color, el pelo rubio ceniza despeinado, ondeando como el trigo en verano, sus ojos, casi amarillos, sin dejar de mirarme.
- Emmanuelle, por favor, escúchame.
Aunque ya era tarde, asentí y me crucé de brazos después de secarme las lágrimas.
- Emmanuelle, te quiero.