El timbre sonaba insistentemente.
¿Qué hora sería? ¿Las dos? ¿Tres de la mañana, quizá?
No lo sabía.
Se había acostado con la resaca de la noche anterior y con un sin sabor a amargos recuerdos salpicados por sonrisas traicioneras en mitad de una neblina de humo desquiciador.
El timbre seguía sonando insistentemente. Probablemente un fantasma nocturno venía a buscar cobijo. Ella siempre tenía cobijo para las almas perdidas, para los desesperados.
Las sábanas se le pegaban al cuerpo sudoroso. La luz de las farolas se colaba entre las tupidas cortinas de su habitación, mientras el timbre seguía martilleando insistentemente al otro lado de la casa.
¿Es que no se iba a cansar nunca? pensó. Y por un momento un miedo atroz asoló su cuerpo. Tal vez fuera Él.
No.
La negativa fue tan rotunda que se le alborotó el cabello.
Se dio la vuelta en la cama y miró el reloj. Las 3:35 de la mañana. La hora más endemoniada para llamar a su puerta.
Habían reglas, reglas no escritas y conocidas. Después de las tres de la mañana, ella dormía, dormía todo lo que el cuerpo, la mente y su atormentada conciencia se lo permitían.
Dormía y trataba de olvidar lo sucedido, trataba de ocultar la verdad y su historia. Trataba de hacerse uno con la noche y olvidarle. Olvidarle completamente.
Raras veces regresaba. Eran raras las veces que volvía a verle.
Pero las veces que volvía eran devastadoras, horrendas y tan irreales que parecían un sueño. Un sueño tan oscuro, tan pesado...que se le encongía la conciencia cada vez que lo recordaba. Se estremecía de arriba a abajo y se le secaban los labios.
Mientras trataba de secarse el sudor de la frente, se incorporó y fue a correr las cortinas. El sonido del timbre le taladraba las neuronas, descalza, sintiéndose estremecer, se dirigió a abrir la puerta.