Ser retratado es una sensación extraña.
Aunque sea una persona conocida la que te escruta y desnuda con la mirada, no puedes evitar sentir una curiosa sensación de…bueno, eso…desnudo.
Mi artista está sentada justo enfrente de mí, pero un gran abismo parece separarnos. Aunque, de hecho, sólo un par de plantas aún por florecer lo hacen.
La mesa es de mármol, redonda y bellamente pulida. Las patas son de acero negro y bajan hasta el suelo (también de mármol) dibujando unas suntuosas curvas.
La decoración de la estancia es más bien sencilla. Salvo las obras de arte, todo en ella parece estar allí con un objetivo meramente funcional. Hay un televisor con un par de sofás, una mesa de cristal con algunas revistas, una estantería con libros y unas cajoneras de las cuales desconozco el contenido.
En cuanto a esta mesa, aparte del obvio uso de pintar a sujetos como yo, supongo que será usada para copiosas cenas con amigos o familiares.
Todo está iluminado por una única lámpara de pie situada a mis espaldas.
Volviendo a la decoración, desde mi estatuaria posición puedo apreciar dos cuadros y un puñal malayo enmarcado. Arriesgándome a sonar raro, confesaré que lo que más llama la atención no es el arma de filo. Más bien un cuadro de otro artista llamado Miró. No puedo presumir de ser un gran entendido en el mundo de la pintura, pero creo recordar que era de Barcelona. Y, he de alegar en su defensa que a pesar de tener fama de ser tacaños, este artista catalán le dio a al personaje principal del cuadro lo que parece un generoso pene.
Pasando a otros asuntos, la pared contigua está recubierta de máscaras de diferentes países. La mayoría parecen africanas, pero también puedo distinguir la tragicomedia griega y algunas más tradicionales de España. Sin duda, mi retratadora ha viajado mucho.
Sé que no debería moverme, pero soy una persona nerviosa y no puedo evitar mirar a mi alrededor cuando ella baja la cabeza para retocar el dibujo. Cuando esto pasa, el cuello de su camiseta baja lo suficiente para dejarme ver sus pequeños y redondos pechos. El blanco de su sujetador contrasta altamente con el moreno de su piel.
De vez en cuando, nuestros ojos se encuentran momentáneamente y ella me sonríe. Nunca he sido muy dado a entender el lenguaje corporal de las mujeres, así que desconozco si esta sonrisa acarrea algún tipo de mensaje oculto o sólo es mi lado masculino el que desea que lo hubiera.
Dejo reposar mi cabeza en mi mano durante unos segundos y ella me riñe por ello. Me disculpo y vuelvo a posicionarme correctamente.
Se hace el silencio. Tras unos segundos empiezo a oír una especie de carraspeo. Intento identificarlo. Parece venir del televisor. La negra pantalla se ha puesto gris y unas motas blancas se pelean en ella. Lo mismo que pasa cuando no hay señal. Quizá, tal y como yo busco una conexión con mi virtuosa artista, la caja tonta busca la suya con el satélite.
Ella permanece impertérrita, así que asumo que no se ha dado cuenta.
La imagen sigue cambiando y moviéndose, al principio las distorsiones se parecen al oleaje del mar, luego parecen una abolladura y finalmente parecen tomar formas antropomórficas y finalmente imágenes claras.
Un hombre sentado en el tren, una mujer tomando un café en la cocina, una iglesia, una oficina de correos y un largo etcétera.
Mi querida y bohemia amiga parece no haberse enterado de nada, así que decido no mencionarlo.
El tiempo parece arrastrarse a cámara lenta y siento un dolor agudo en mi espalda. Esto me recuerda por qué nunca antes había posado y que esto sólo lo hago porque ella insistía en que tengo un constructo facial muy interesante que necesita dibujar. Como favor, vamos.
Cuando ya parecía que mi cara por fin se iba a desprender, deja de dibujar. Deposita el lápiz fino a un lado y el grueso al otro, se rasca los ojos y me mira fijamente.
¿Has terminado ya?
No, aún no.
~oNi