Salgo hacia el corredor y echo a andar, atravieso los largos pasillos que me conducirán hacia mi meta mientras noto un leve cosquilleo en la palma de las manos, quizás premonitorio de mi cada vez más creciente estado de nerviosismo.
Abro y cierro puertas, las vuelvo a abrir y las vuelvo a cerrar,todo en un perfecto orden armonioso que me permite sentir la sintonía vital que envuelve al sofisticado paraíso astral de los picaportes.
Desciendo, escalón a escalón, el sendero que, cada vez más próximo, conduce a mi destino.
No sé con exactitud qué es lo que me espera abajo.
Miento
Claro que lo se.
Pero no quiero admitirlo, prefiero la ignorancia e inocencia de no saber qué me aguarda.
Una vez abajo comprendo la cogniscitividad de toda suerte de cosas que puedan pasar por mi cabeza, pero la sensación sólo dura una décima de segundo, un aleteo de colibrí, lo que tarda en apagarse un aparato electrónico al dejarlo sin corriente debido al miedo generado por una explosión termoeléctrica.
Y es entonces, y sólo entonces cuando comprendo que estoy solo, total, empírica y definitivamente solo.
Me pregunto cuánto tardaré a llegar a ese punto en el que prefiera ascender mientras desciendo a seguir moviéndome, pero por aún no parece del todo próximo.
Momentáneamente me armo de valor, intento salir de aquí, de esta celda sin ventanas ni barrotes.
Y lo consigo. Lo consigo y vuelvo a conseguirlo. Pero sólo durante el tiempo suficiente como para saber que no lo he conseguido, que sigo aquí y que no se puede salir sin sobornar al guarda con maíz.
Vuelvo a comprobar por una vez más el estado del cadáver del guarda, devorado por los cuervos que, guiados por el voraz apetito causa del delicioso maíz, lo habían masacrado cruelmente hasta conseguir un espectáculo de casquería digno de cualquier ajusticiamiento medieval consistente en objetos contundentes con púas. Con muchas púas.
Sopeso nuevamente mis opciones.
Bien, podría, sin más, salir por el umbrío umbral de la habitación.
El típico umbral de la habitación, sin puerta, cerrojo o cualquier avance tecnológico que impida cruzarlo.
Sin embargo, cruzar el umbral no estaba muy bien visto moralmente, y había que tener en cuenta sus puntos negativos. Una vez cruzado el umbral era imposible la vuelta. Si, bien, se salía de allí, pero no se podía volver a entrar. Y salir sin poder volver a entrar era arriesgado, muy extremadamente arriesgado.
Nadie sabía qué había al otro lado. Tampoco ayudaba el hecho de que nunca hubiera ningún tipo de novedad proveniente de allí, si acaso algunas luces brillantes que se sucedían paulatinamente en el tiempo.
Además, pensándolo bien, no tenía la necesidad de cruzar; aquí no se estaba tan mal bien pensado.
La ausencia de alimento, socialización, regulación de temperatura o cualquier otra imposición burguesa sólo había sido un impedimento lo primeros meses, una vez superados no habían causado mayor problema.
Volví a replantearmelo y decidí continuar allí.
Quizás en otra ocasión; no tenía una carencia de tiempo demasiado importante.