07:00 am.
Suena el despertador. Una mano masculina emerge de entre las sábanas y palpa la mesita de noche en busca del botón que silencie esa cruel sirena que le ha robado del sueño.
Morfeo esa noche ha sido especialmente duro con él. Le ha recordado quién es. Y eso no le gusta.
Una mueca de amargura cruza su cara fugazmente mientras se incorpora aún con las sábanas encima. Tiene el cuerpo desnudo y decenas de cicatrices atravesando y esculpiendo su espalda.
Como un laberinto aquellas huellas marcaban la historia de una vida. Una vida sesgada en lo más tierno de su origen.
Se puso de pie, desnudo se aproximó a la ventana, cuyas tupidas cortinas evitaban que pudiera ver el exterior. Apenas si podía escuchar los bocinazos de los coches, las sirenas o el gentío ir y venir en mitad de su propia ausencia.
Sus pies tocaban las baldosas frías del suelo y se le ponía la carne de gallina. Fue al baño y se contempló.
Ojos azules, como el mar. Claros, como el cielo. Con vetas verdes y grises. Eran unos ojos bonitos. Los más bonitos que había visto y a la vez los más superficiales.
No había expresión en ellos. No había nada.
Tenía un rostro atractivo, cejas oscuras, labios rosados, barba descuidadamente cuidada. Un físico envidiable producto de un buen reparto genético terminaba de dar las últimas pinceladas al cuadro. Porque ese hombre, era un cuadro. Una obra perfecta.
El hombre se giró hacia la habitación en un gesto de paciente concesión a contemplar a la mujer que dormía desnuda en su cama. Nunca había tenido problemas con las mujeres, podía acostarse con la que él quisiera. Podía prometer que llamaría y no hacerlo nunca con la libertad de no recibir reproches. Podía conseguir lo que quisiera con una simple sonrisa. Con una mirada encantadora ensayada miles de veces frente al espejo.
Podía robarle el amor a cualquiera con un gesto galán aprendido de las películas. Podía ser poeta y escritor, podía ser músico y podía ser pintor. Podía ser todo lo que él quisiera, sólo tenía que desearlo.
Sólo tenía que ambicionarlo y nada se podía oponer a su poder.
Aquella mañana eligió un vestuario ligero. No hacía frío. Se puso una camisa y unos vaqueros. Dejó una nota con un simple: "Toma lo que quieras de la cocina. Ya te llamaré" encima de la mesita, seguro de que Elena lo vería.
¿Elena? ¿Era Elena? Tal vez no, creía que se llamaba Elena, pero se detuvo a verla y no. No podía ser Elena. ¿Gimena, tal vez? No estaba seguro. Vio sus oscuras pestañas enmarcar su rostro. Sus labios finos hacían maravillas, lo recordaba perfectamente. La marca de sus nalgas se adivinaba bajo las finas sábanas. Era hermosa...como todas las demás. Tan plástica que se cansó de mirarla al primer vistazo. Era pura monotonía, todas eran iguales.
Salió de la casa dando un portazo. Bajó las escaleras y esperó a que llegara un autobús. Se subió y después de hora y media de trayecto, de ir y venir,bajó en la última parada.
El paisaje era escarpado. No había casas ni mucha vida en aquel barrio. Caminó durante media hora más hasta llegar a unos polígonos industriales que habían quedado en desuso después de la quiebra de las grandes empresas siderúrgicas. No tenía prisa. Es más, disfrutaba de aquel paseo. Le despejaba las ideas.
Llegó a un inmenso polígono que parecía enterrado por una gruesa capa de óxido bajo la cual se adivinaba los restos de pintura gris.
Se aproximó a una puerta latera y sacó una cadena que colgaba de su pecho abriendo la cerradura con una de las dos llaves que pendían del colgante.
La puerta cedió suavemente. El hombre atravesó la entrada y echó a andar completamente a oscuras. Torció a la derecha y empujó suavemente una segunda puerta con la mano. Un leve rayo de luz penetraba débilmente por las rendijas del techo. La estancia estaba completamente vacía y sucia. Una jaula de aproximadamente metro cincuenta por dos metros estaba en una esquina, al fondo de la habitación, sumida en penumbra. Un sonido metálico emanó de sus barrotes. Un sonido como de cadenas que se arrastraban. Los pasos del hombre iban remarcados por una respiración agitada hasta que el débil resplandor iluminó la mitad de su cara.
-¿Me has echado de menos?-Preguntó a la oscuridad.
Un silencio sepulcral invadió la sala. El miedo se palpaba en el aire y unos gemidos lastimeros provocaron que los labios del hombre se curvaran en una sonrisa. Una gélida sonrisa sin expresión en sus ojos.
Lentamente volvió a sacar la cadena que pendía de su cuello y esta vez eligió la llave más pequeña, mientras se internaba más y más en aquella horrible oscuridad.