Anoche soñé que estaba muerto.
No que me moría, sino que ya estaba muerto del todo.
El sueño iba sobre los días, semanas y meses siguientes al trágico evento. No llegué a saber cómo pasó, pero vi claramente cómo la gente que quiero sufría y lloraba las consecuencias. Y yo lloré también.
La primera en enterarse fue mi madre. El médico la llamó y dijo que no había nada que hacer. Salió corriendo hacia el hospital y al verme se derrumbó en un mar de lágrimas. Una de las enfermeras lloró también al presenciar la triste escena.
Fue mi madre la que se encargó de llamar al resto de la familia para dar la funesta noticia. Algunos miembros lloraron, otros no.
Mi hermano se hacía el duro por el día, pero sollozaba de noche.
Tras varios días sin saber de mí, mi novia y mi mejor y único amigo llamaron al teléfono de mi casa, sólo para recibir la peor de las noticias. Ambos lloraron. Incluso visitaron y abrazaron a mi madre en profunda desesperación.
Yo, impotente, intentaba comunicarme con ellos. Sin embargo, por mucho que intentara, todo intento era fútil. Sólo podía sentarme y mirar desde lo alto.
Pasaron los días, un par de semanas y algún que otro mes y muchas personas siguieron sin enterarse. Algunos conocidos oyeron la noticia de boca de alguien que lo sabía. “Qué lástima” –decían.
Comprendí entonces que la muerte nos hace a todos iguales. Nos convierte en objetos perdidos y, por mucho que nos busquen y pregunten por nosotros, nunca nos podrán encontrar.
Al despertar, la televisión estaba puesta y se podían oír las noticias de las tres de la tarde.
“Este ha sido el fin de semana con menos muertes de los últimos seis años”
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