Me lavé la cara como cualquier otra mañana, esperando que el frío tacto del agua despertara en mi cualquier tipo de sensación.
Los rayos de sol atravesaban tenuemente las cortinas, quizás conscientes de mi suerte, quizás ajenos a cualquier tipo de sentimiento que, inherentemente, deben o no tener los rayos de sol.
Me miré una vez más al espejo, creyendo, quizás, que lograría encontrarme a mi mismo por fin, que esta sería la última vez que intentara encontrar una respuesta de una forma tan fácil. Y, evidentemente, no lo hice.
Volví a la cama, desorientado, sin ganas de nada, deseando simplemente que el tiempo fluyese y que alguna señal acabase con este sufrimiento.
Me despertó la vibración del teléfono, indicando una llamada.
Creí que eras tú, pero no. No eras tú. No eras tú, porque no existes.