Miles de almas silenciadas daban fe de lo que allí pasaba. Acalladas por el tiempo, pero dueños de ella, aquella que los condena a compartir eternamente el sueño más bonito. Una fe que estremece.
Detestaba no ser etéreo, incorpóreo. Odiaba cada sonido que mi presencia producía, quebrando la perfección que se respiraba. La solución es fácil, pensé, demasiado fácil. Es más, es el lugar perfecto. Pero no, no aún, quedan cosas por hacer.
Me pongo en marcha, una marcha eterna cuando se hace en solitario. Maldiciendo cada paso que rompe lo en mil pedazos, lucho contra el mínimo roce del pantalón; aún conservo un buen recuerdo del silencio sobre aquella losa fría.
Llegando al final, un gallo trastornado canta a deshora, aún es pronto. Sigo andando; un gato: se para, me mira, y se dispone a escoger el que será su lecho durante las horas que quedan hasta un amanecer, que se presenta como otro cualquiera. Sigo caminando; otro gato, erigiéndose sobre una columna que acababa de conquistar con un rápido y grácil salto. La calle es más suya que nuestra. [...]